sábado, 21 de junio de 2008

Paremos a tiempo

Lo que sigue es el texto completo del artículo publicado hoy en el diario Perfil. Salvo las líneas iniciales, el texto original fue escrito hace varias semanas, antes aún de que estallara el conflicto por el aumento a las retenciones a las exportaciones agropecuarias. En estos tiempos de posiciones extremas, de gritos sin contenidos y confrontación exacerbada, creo que es oportuno revisar nuestras apatías, silencios, entusiasmos delirantes o fervorosas irresponsabilidades de nuestro pasado reciente. Sin intención moralizadora ni culposa, sino para encontrar pistas que nos ayuden a evitarnos una nueva caída a la que nos empuja una enraizada incapacidad nacional para resolver conflictos con el menor costo posible.

PARAR A TIEMPO
Tiempos nuevamente enrarecidos. Consignas altisonantes y propuestas de una frase para resolver problemas complejos. Un lenguaje cada vez más blindado circula no solamente entre la dirigencia política -adelantando climas electorales en los que solemos perder el decoro- sino en las conversaciones sociales o en el universo de los blogs. Se leen y escuchan demenciales expresiones de deseos que van casi desde el magnicidio hasta la necesidad de aniquilar a una supuesta antipatria, pasando por exabruptos tales como el inevitable derrumbe institucional o la agazapada conspiración golpista.
Como si viviésemos las vísperas de una guerra, aún latente pero fatal, son muchos los que creen que es imperativo decidir, y expresar, de qué lado se está.
Otros creemos, simplemente, que nos estamos volviendo locos.
La actual coyuntura internacional -el aumento exponencial de la demanda, y de los precios, de los alimentos, la energía y las materias primas- es generadora de crisis potenciales en todo el mundo. En algunos países, sus líderes –y no solamente sus dirigencias política- sabrán convertir esa crisis en una buena oportunidad. Que en nuestro país no convirtamos esta oportunidad en una crisis no es solamente cuestión de gobernantes, aun si al gobierno le cabe siempre una mayor responsabilidad.
Para ello, el único imperativo que tenemos es parar a tiempo, calmarnos, respirar hondo. Algo que, repasando nuestra historia, debemos reconocer que no siempre hemos sabido hacer.
Cierta pereza intelectual, o el simple rechazo colectivo a considerar cuánta responsabilidad individual tenemos en el estado de las cosas, puede llevarnos a pensar que los momentos más oscuros de nuestro pasado fueron producto, exclusivo y excluyente, del Espíritu de la Epoca.
Evitemos las miradas autocomplacientes y recordemos que ningún país está condenado ni al éxito, ni a la caída inexorable en los abismos a los que, cíclicamente, sabemos aventurarnos. Siempre es oportuno recordarlo; mucho más ahora, que sentimos que el aire comienza a ponerse un poco más espeso.
Sin duda hubo espíritu de la época en los agónicos años setentas, en los confusos ochentas, en los ilusos noventas…pero ninguna época nos pidió tanto. Los valores y creencias de cada época nos influyen, pero no nos obligan. Hubo muchos momentos, en nuestro pasado no tan lejano, en los que no reaccionamos con inteligencia, o al menos prudencia, frente a señales contundentes de descomposición. En lugar de ello creímos que se podía transar, acomodarnos lo mejor posible y esperar que un golpe de suerte o de astucia nos sacara, indemnes, de la locura.
Revistar nuestra historia reciente, sin melancolías ni culpas, pero asumiendo la parte de responsabilidad que nos toca a cada uno nos puede evitar la tentación, tan a la moda, de inventarnos un pasado heroico que no nos sirve de nada excepto para justificarnos, y, lo que es más importante, nos puede hacer reaccionar frente a síntomas del presente, en vez de compadecernos de nosotros mismos en el futuro.
La nuestra, como la de todos, es una historia de corsi e ricorsi, con momentos bastante luminosos y otros siniestramente oscuros, pero podríamos convenir que hasta los años sesentas cada generación de argentinos vivió en mejores condiciones económicas, sociales y culturales que las precedentes. Reparemos, entonces, en algunos episodios posteriores.
En los años setentas, con la guerra fría entre EEUU y la Unión Soviética de telón de fondo, todos queríamos arrancar de cuajo un orden social que sentíamos terriblemente injusto (aunque convengamos que, en nuestro país, no era tan injusto como, por ejemplo, en Nicaragua o Mozambique. Y lo sabíamos). Los principios del socialismo, presentados de diversas y, muchas veces, rústicas maneras, se colaban en todos los pensamientos y prácticas políticas de las multitudes movedizas y politizadas de la época.
Confrontábamos diferentes, o antagónicas, representaciones del mundo y creíamos en diferentes formas de organizarlo social, política y económicamente. En toda nuestra región, en el mismo Cono Sur, se cruzaron las conciencias y deseos de una generación justiciera y bienintencionada, aunque también aventurera e irresponsable, con poderes cívico-militares reaccionarios y crueles. Sin embargo, en ningún otro país un relato costumbrista sobre esos años pudo describir una escena como la final de No habrá más penas ni olvidos, de Osvaldo Soriano –dos enemigos ideológicos disparándose, uno al otro, al grito de Viva Perón-; locura que anunciaban otras infinitamente peores, la de los 30.000 desaparecidos o la perversión infinita del robo de bebés nacidos en cautiverio.
Comenzado los ochentas, aún muchos países de la región eran gobernados por militares que comenzaban a debilitarse frente a la ola democratizadora del incipiente Espíritu de la Época. Sin embargo, ninguno de esos gobiernos, tratando de aguantar un tiempito más en el poder, tramitó un reclamo justo como nuestros derechos soberanos sobre las Islas Malvinas declarándole la guerra a la OTAN, la alianza militar más poderosa de la historia de Occidente. Humillación, locura y muerte, cuando nadie lo esperaba ni nada lo exigía.
Esos ochentas, en términos económicos, fueron la década perdida y del crecimiento exponencial de las deudas externas de todos los países de la región, pero en la Argentina, a diferencia de nuestros vecinos, esa deuda superó el PBI.
Esos desequilibrios macroeconómicos fueron la causa de los descalabros de toda la región, aunque solamente en nuestro país se desataron no una, sino dos hiperinflaciones, del 2.000%, 3.000%, anualizadas.
El remedio criollo, sin demasiados antecedentes a escala planetaria, fue fijarle a nuestra moneda el mismo valor que el dólar, la unidad monetaria de la mayor potencia económica de la historia. Y como el remedio estabilizó al enfermo, decidimos extenderlo eternamente, más allá de los avatares financieros, comerciales y productivos de dos economías, la nuestra y la de EEUU., abismalmente distintas.
La maza tenaz del final de la guerra fría acababa de demoler el Muro de Berlín y lo que quedaban de los relatos emancipadores y socializantes. Comienza una etapa de liberalismo revisitado en todo el mundo, con particular énfasis en nuestro hemisferio, orientada por un texto canónico: el Consenso de Washington, en el que los países se comprometían, entre otros puntos, a modernizar sus estructuras estatales, en general deficientes, reduciendo la participación del Estado en la economía para dar mayor lugar a la iniciativa privada y a las inversiones extranjeras. Sin embargo, en ningún otro país se privatizaron y transnacionalizaron todos los servicios públicos, ni se eliminaron otros imprescindibles como los trenes, o se enajenaron los recursos naturales estratégicos como el petróleo y el agua como sí lo hicimos nosotros.
Hacia comienzos del milenio, cuando un café en Buenos Aires ya costaba el doble en dólares que en Nueva York, la ilusión terminó, y la medicina fue confiscar los depósitos bancarios, por segunda vez en una década. Quiebras, crecimiento geométrico de la pobreza y una crisis institucional, política y social que dejó marcas aún visibles.
Pocos años después de la hecatombe, políticas locales acertadas y un escenario internacional favorable mediante, nuestro país, nuevamente, comenzó una etapa de recuperación económica que acompaña, y a veces supera, a la de toda la región. Esta recuperación coincide con el comienzo de una nueva era a escala planetaria, sobre la cual solamente tenemos algunas pistas y pocas certezas. Una de esas pistas, en el nivel de las nuevas realidades materiales, es la formidable modificación de los términos de intercambio comercial producto del aumento geométrico de la demanda de alimentos. La humanidad entera seguirá durante mucho tiempo atravesada por esta nueva realidad demandante de alimentos y energía, como pocas veces hemos visto, y en la que la Argentina tiene mucho por decir y hacer. Cada país, cada sociedad lo procesará de distinto modo, sin dudas. El nuevo espíritu de la época, el que se está gestando, estará teñido también del color de esta disputa.
La época nos mete de lleno en esa problemática, pero su espíritu, como siempre, no nos obliga ni a la racionalidad ni a la locura. Deberíamos encontrar las maneras de tramitar el actual y los futuros e inevitables conflictos que toda sociedad tiene, prefiriendo inclusive sentarnos en la silla del ingenuo que cree que los otros también persiguen el bien común, en vez de tentarnos, como otras veces, en épicas de tiro corto, que mañana nos harán repetir como pavotes que la enésima caída libre de la Argentina fue culpa de la crisis mundial de alimentos.
Detenernos a tiempo no es solamente responsabilidad de los que hoy se hacen ver en la pelea.